lunes, 17 de junio de 2013

3ºESO C Gema Mª Camino Bravo



  En mi primera infancia, mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha cesado de darme vueltas por la cabeza. Aunque, más que un consejo, sonaba como una advertencia. “No abras nunca ese baúl”, decía, “la curiosidad nunca es buena”. Se refería a una pequeña cajita que se encontraba en la buhardilla de nuestra casa. No sé muy bien por qué, pero jamás dejo de pensar en él. Nunca he entendido qué puede haber en esa caja que no puedo abrir. Quizás más que el consejo en sí, lo que me ha dejado huella ha sido la muerte de mi padre, poco tiempo después de que me diera aquel consejo. Supongo que, aunque no tenga sentido, siempre lo he relacionado. Pero, aún sin saber que es lo que contiene el baúl, no se me ha pasado nunca por la cabeza abrirlo.
Hoy es viernes, y acabo de llegar a casa de la universidad. Estoy preparándome para salir, voy a celebrar con mis compañeros que hemos terminado los exámenes. Mi madre, como de costumbre, está trabajando. Lleva sumergida en él desde que mi padre falleció.
Tengo que ponerme pendientes, pero, maldita sea, no los encuentro. Entonces recuerdo que tengo unos arriba, así que subo rápidamente. Llegaré tarde si no me doy prisa. No recuerdo muy bien dónde estaban, pero estoy segura de que es por aquí. Empiezo a rebuscar en los cajones de la cómoda, sin encontrar nada. Cada vez me desespero más, y voy tirando cosas a mi paso. Nunca llegaré si no encuentro esos malditos pendientes.
Voy recorriendo la habitación, sin encontrar nada. Tendré que irme sin ellos. Me doy la vuelta y tiro algo al girarme. Suspiro y miro a mis pies. La boca se me entreabre involuntariamente, por la sorpresa. Es ese pequeño baúl. Me agacho para recogerlo, sin saber muy bien de dónde ha salido. Juraría que estaba guardado en un armario desde hace años. Para mi asombro, nada más tocarlo se abre. Parece que la cerradura se ha roto al caer. Me dirijo a depositarlo nuevamente en su sitio, pero siento la necesidad de abrirlo. “Qué más da”, me digo, “si probablemente sea una tontería. Un regalo de cumpleaños, tal vez”. Me siento en una silla y miro el contenido. No, no es un regalo. Son un montón de hojas. Hojas de aspecto antiguo, muy antiguo. Están incluso amarillentas. Las saco con cuidado. Es un buen taco de folios -más grande que un libro de Ken Follet. La letra es muy pequeña. No la reconozco, no sé quién puede haberla escrito. Veo que es algo parecido a una carta gigantesca. Empieza diciendo: “Estimado señor Caín, me dirijo a usted como acordamos hace años...” ¿Señor Caín? Una carta dirigida a mi padre. Paso las hojas rápidamente. No hay fechas, ni más saludos. Todo fue escrito el mismo día. ¿Quién escribiría una carta tan larga?
Sacudo la cabeza. No debería estar haciendo esto. Además, voy a llegar tarde. Asiento para mí misma y dejo las hojas dentro de la cajita, en el suelo. Ya lo guardaré más tarde. Me miro al espejo y me peino. Bajo deprisa, cogiendo las llaves a toda velocidad. Tengo el coche aparcado en la puerta. Lo abro, y enciendo la radio. Necesito relajarme un poco, siempre pienso demasiado. Me parece un sonido de hojas. Me giro, pensando en que tengo una obsesión con los apuntes. Y entonces la veo, sobre el asiento trasero. Una hoja amarillenta, de aspecto antiguo y escrita con una letra diminuta. La cojo. Parece que es la última hoja de la carta. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Sí, es la despedida. Mejor la dejo. Espera. Aquí hay algo raro. Leo: “ Por todo esto, iré a verle el 17 de enero a las diez de la noche. Tenemos que acabar con ésto”. El 17 de enero. El día de la muerte de mi padre. Pero hay algo que no entiendo. A las diez, él estaba en casa. Recuerdo perfectamente el día de su muerte. Se me quedó grabado con todo detalle -incluso puedo decir sin dudar qué comí. No parecía tener prisa por ir a ningún sitio. Es más, estaba muy tranquilo, incluso más de lo normal. Las diez de la noche. Algo me resulta raro en la hora... Yo era una niña, por lo que me acostaba pronto. Mi madre me levantó, llorando, para comunicarme que había muerto. La hora... ¿Cuál es el problema con la hora?  Ya lo tengo. Lo recuerdo como si lo estuviera reviviendo de nuevo. Nuestro reloj de cuco había sonado justo antes de que me levantara, como si todo estuviera medido. Sonó diez veces. Y nuestro reloj siempre iba diez minutos atrasados, nunca daba la hora bien, cosa que ponía histérica a mi madre.
Todavía quedan un par de líneas escritas con esa elegante y pequeña letra: “Y volveré. Pero no para verte a ti. Será para ver a tu hija, dentro de veinte años. El 18 de abril. El motivo es que leerá esto. Nadie puede enterarse de todo ésto. No pienses en quemar las hojas, no podrás. Quise asegurarme de que no se destruirían antes de llegar a tus manos. En cualquier caso, intenta advertirla, si lo deseas”.

Se me ponen los pelos de punta. Hoy es 18 de abril. Y, Dios mío, han pasado veinte años exactos desde la muerte de mi padre. Caigo en la inconsciencia antes de poder pensar nada más. No sé si para siempre o sólo por unas horas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario