En mi primera infancia, mi padre me dio un consejo que, desde entonces,
no ha cesado de darme vueltas por la cabeza. Aunque, más que un consejo, sonaba
como una advertencia. “No abras nunca ese baúl”, decía, “la curiosidad nunca es
buena”. Se refería a una pequeña cajita que se encontraba en la buhardilla de
nuestra casa. No sé muy bien por qué, pero jamás dejo de pensar en él. Nunca he
entendido qué puede haber en esa caja que no puedo abrir. Quizás más que el
consejo en sí, lo que me ha dejado huella ha sido la muerte de mi padre, poco
tiempo después de que me diera aquel consejo. Supongo que, aunque no tenga
sentido, siempre lo he relacionado. Pero, aún sin saber que es lo que contiene
el baúl, no se me ha pasado nunca por la cabeza abrirlo.
Hoy es viernes, y acabo de llegar
a casa de la universidad. Estoy preparándome para salir, voy a celebrar con mis
compañeros que hemos terminado los exámenes. Mi madre, como de costumbre, está
trabajando. Lleva sumergida en él desde que mi padre falleció.
Tengo que ponerme pendientes,
pero, maldita sea, no los encuentro. Entonces recuerdo que tengo unos arriba,
así que subo rápidamente. Llegaré tarde si no me doy prisa. No recuerdo muy
bien dónde estaban, pero estoy segura de que es por aquí. Empiezo a rebuscar en
los cajones de la cómoda, sin encontrar nada. Cada vez me desespero más, y voy
tirando cosas a mi paso. Nunca llegaré si no encuentro esos malditos
pendientes.
Voy recorriendo la habitación, sin
encontrar nada. Tendré que irme sin ellos. Me doy la vuelta y tiro algo al
girarme. Suspiro y miro a mis pies. La boca se me entreabre involuntariamente,
por la sorpresa. Es ese pequeño baúl. Me agacho para recogerlo, sin saber muy
bien de dónde ha salido. Juraría que estaba guardado en un armario desde hace
años. Para mi asombro, nada más tocarlo se abre. Parece que la cerradura se ha
roto al caer. Me dirijo a depositarlo nuevamente en su sitio, pero siento la
necesidad de abrirlo. “Qué más da”, me digo, “si probablemente sea una
tontería. Un regalo de cumpleaños, tal vez”. Me siento en una silla y miro el
contenido. No, no es un regalo. Son un montón de hojas. Hojas de aspecto
antiguo, muy antiguo. Están incluso amarillentas. Las saco con cuidado. Es un
buen taco de folios -más grande que un libro de Ken Follet. La letra es muy
pequeña. No la reconozco, no sé quién puede haberla escrito. Veo que es algo
parecido a una carta gigantesca. Empieza diciendo: “Estimado señor Caín, me
dirijo a usted como acordamos hace años...” ¿Señor Caín? Una carta dirigida a
mi padre. Paso las hojas rápidamente. No hay fechas, ni más saludos. Todo fue
escrito el mismo día. ¿Quién escribiría una carta tan larga?
Sacudo la cabeza. No debería estar
haciendo esto. Además, voy a llegar tarde. Asiento para mí misma y dejo las
hojas dentro de la cajita, en el suelo. Ya lo guardaré más tarde. Me miro al
espejo y me peino. Bajo deprisa, cogiendo las llaves a toda velocidad. Tengo el
coche aparcado en la puerta. Lo abro, y enciendo la radio. Necesito relajarme
un poco, siempre pienso demasiado. Me parece un sonido de hojas. Me giro,
pensando en que tengo una obsesión con los apuntes. Y entonces la veo, sobre el
asiento trasero. Una hoja amarillenta, de aspecto antiguo y escrita con una
letra diminuta. La cojo. Parece que es la última hoja de la carta. ¿Cómo ha
llegado hasta aquí? Sí, es la despedida. Mejor la dejo. Espera. Aquí hay algo
raro. Leo: “ Por todo esto, iré a verle el 17 de enero a las diez de la noche.
Tenemos que acabar con ésto”. El 17 de enero. El día de la muerte de mi padre.
Pero hay algo que no entiendo. A las diez, él estaba en casa. Recuerdo
perfectamente el día de su muerte. Se me quedó grabado con todo detalle
-incluso puedo decir sin dudar qué comí. No parecía tener prisa por ir a ningún
sitio. Es más, estaba muy tranquilo, incluso más de lo normal. Las diez de la
noche. Algo me resulta raro en la hora... Yo era una niña, por lo que me
acostaba pronto. Mi madre me levantó, llorando, para comunicarme que había
muerto. La hora... ¿Cuál es el problema con la hora? Ya lo tengo. Lo recuerdo como si lo estuviera
reviviendo de nuevo. Nuestro reloj de cuco había sonado justo antes de que me
levantara, como si todo estuviera medido. Sonó diez veces. Y nuestro reloj
siempre iba diez minutos atrasados, nunca daba la hora bien, cosa que ponía
histérica a mi madre.
Todavía quedan un par de líneas
escritas con esa elegante y pequeña letra: “Y volveré. Pero no para verte a ti.
Será para ver a tu hija, dentro de veinte años. El 18 de abril. El motivo es
que leerá esto. Nadie puede enterarse de todo ésto. No pienses en quemar las
hojas, no podrás. Quise asegurarme de que no se destruirían antes de llegar a
tus manos. En cualquier caso, intenta advertirla, si lo deseas”.
Se me ponen los pelos de punta.
Hoy es 18 de abril. Y, Dios mío, han pasado veinte años exactos desde la muerte
de mi padre. Caigo en la inconsciencia antes de poder pensar nada más. No sé si
para siempre o sólo por unas horas.
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