CRÓNICAS
CORTAS
Si tengo el valor suficiente para escribir
este documento es porque tengo la cereza de que no será leído hasta que mis
huesos sean polvo. No es que yo sea un cobarde. Simplemente ya estoy muy viejo
para contar la verdad como siempre se ha hecho: recorriendo las calles y
anunciándola a voz en grito cuán pionero, siendo capaz de soportar cualquier
tormento por haber insultado a ciertos monarcas. No. Yo quiero vivir en paz lo
que me queda de vida.
Me
llamo Alonso, hijo de Alonso de Palencia, el cronista de los Reyes Católicos.
Al igual que mi padre y mis hermanos, Alejandra y Juan, soy un fiel servidor de
las coronas castellana y aragonesa. Mi vida no comienza en mi nacimiento, sino
en la primera vez que ejercí como cronista. Mi trabajo es contar la historia de
personajes ilustres (sobre todo reyes) con adornos, florituras y alabanzas sin
sentido. He trabajado durante varios años en la corte francesa, escribiendo las
hazañas del rey de Francia, que era, por cierto, algo afeminado e incluso
sospecho que era sodomita. Claro está que yo no podía contar nada de esto y que
tenía que hablar de él como “Su Excelentísima virtuosa y magnánima majestad.
Viril y fiel marido, ejemplar padre y gobernante leal y justo”. Esto era
totalmente mentira, porque por ejemplo, de fiel marido, tiene lo que yo de
indígena.
Pasado
un tiempo me trasladaron a la corte inglesa, lo cuál pensé que era un alivio
porque creía que iba terminar clavándole un puñal al rey de Francia. Sin
embargo lo del rey Enrique VIII fue todo lo contrario: un ser obeso y mujeriego
al que solo le interesaba conseguir un heredero varón. Primero casó con mi
pobre señora, doña Catalina de Aragón. Yo era lo más parecido a un amigo para
ella, ya que habíamos crecido juntos. Ella me contaba que lo único que hacía el
rey era llevarla continuamente al lecho para engendrar un heredero varón, sin
embargo tuvieron tan solo una hija, María, la cuál gozaba de todo el desprecio
de su padre por no ser hombre. Llegó un día en que el rey decidió que volvería
a casarse esta vez con una joven llamada Ana Bolena. El Papa no consentía su
divorcio, así que Enrique, sin la más mínima vergüenza creó su propia Iglesia,
cuya cabeza no podía ser otra que él mismo. Desterró a Catalina para siempre,
lejos de allí.
En
cuanto pude, me marché de aquel lugar, rezando para que ese infame hombre
ardiera en los Infiernos y se pudriera en su tumba. Entonces llegó a mis oídos
los rumores que circulaban sobre mi señora, doña Juana, reina de Castilla y
Aragón. La llamaban vulgarmente “La Loca”, algo que en mi opinión, estaba
totalmente fuera de lugar. Decidí marcharme a Castilla, mi tierra natal. A mi
llegada, el rey Felipe, apodado “El Hermoso”, había muerto. Engañaba a la reina
con otras mujeres, lo que acabó por <<volverla loca>>. Antes de morir, Felipe junto con otros
nobles, intrigaron contra la reina porque decían que <<su
enfermedad>> la incapacitaba para reinar. Entonces la encerraron en
Tordesillas, durante más de cuarenta años. Yo estuve a su lado todo ese tiempo,
escribiendo todo lo que ocurría de manera imparcial.
Recuerdo
que doña Juana tenía que ir vestida siempre de negro y rezar muchas veces al
día. Cuando se negaba, encerraban a la reina en su alcoba con sus damas de
compañía, su sombra día y noche. Murmuraba siempre el nombre de su amado Felipe
al que seguía amando después de todo lo que le hizo.
Su
hijo Carlos le había usurpado el trono a los dieciséis años. Vino desde tierras
flamencas. Se ganó el odio del pueblo y la rebelión de éste. Un día llegaron a
Tordesillas unos campesinos que querían llevarse a la reina con la promesa de
volver a ceñir la corona sobre su cabeza. Doña Juana rechazó la empresa, porque
ella amaba a todos sus hijos y no haría nada en contra de ellos y mucho menos
contra su hijo Carlos. Carlos ganó la rebelión y todo volvió a la normalidad.
La
reina me contaba lo que habría sido una vida perfecta de no haber sido por la
infidelidad de su marido. Por mi parte yo le contaba mis aventuras pasadas,
algo que yo creo que le gustaba escuchar y que hacía de su tormento algo más
ameno.
El
día de su muerte estaba ella en su lecho y le di la mano sin marcharme ni un
momento de su lado. Antes de descansar en paz, me dijo: “Mañana será otro día.
Gracias por todo, Alonso”. Y expiró. Esta reina murió loca, pero de amor.
Esta
no es mi verdad, es la verdad. Y como ella dijo, con suerte, mañana será otro
día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario