viernes, 6 de junio de 2014

PRIMER PREMIO3 ESO Irene Vera Yuste


 CRÓNICAS CORTAS
    Si tengo el valor suficiente para escribir este documento es porque tengo la cereza de que no será leído hasta que mis huesos sean polvo. No es que yo sea un cobarde. Simplemente ya estoy muy viejo para contar la verdad como siempre se ha hecho: recorriendo las calles y anunciándola a voz en grito cuán pionero, siendo capaz de soportar cualquier tormento por haber insultado a ciertos monarcas. No. Yo quiero vivir en paz lo que me queda de vida.
Me llamo Alonso, hijo de Alonso de Palencia, el cronista de los Reyes Católicos. Al igual que mi padre y mis hermanos, Alejandra y Juan, soy un fiel servidor de las coronas castellana y aragonesa. Mi vida no comienza en mi nacimiento, sino en la primera vez que ejercí como cronista. Mi trabajo es contar la historia de personajes ilustres (sobre todo reyes) con adornos, florituras y alabanzas sin sentido. He trabajado durante varios años en la corte francesa, escribiendo las hazañas del rey de Francia, que era, por cierto, algo afeminado e incluso sospecho que era sodomita. Claro está que yo no podía contar nada de esto y que tenía que hablar de él como “Su Excelentísima virtuosa y magnánima majestad. Viril y fiel marido, ejemplar padre y gobernante leal y justo”. Esto era totalmente mentira, porque por ejemplo, de fiel marido, tiene lo que yo de indígena.
Pasado un tiempo me trasladaron a la corte inglesa, lo cuál pensé que era un alivio porque creía que iba terminar clavándole un puñal al rey de Francia. Sin embargo lo del rey Enrique VIII fue todo lo contrario: un ser obeso y mujeriego al que solo le interesaba conseguir un heredero varón. Primero casó con mi pobre señora, doña Catalina de Aragón. Yo era lo más parecido a un amigo para ella, ya que habíamos crecido juntos. Ella me contaba que lo único que hacía el rey era llevarla continuamente al lecho para engendrar un heredero varón, sin embargo tuvieron tan solo una hija, María, la cuál gozaba de todo el desprecio de su padre por no ser hombre. Llegó un día en que el rey decidió que volvería a casarse esta vez con una joven llamada Ana Bolena. El Papa no consentía su divorcio, así que Enrique, sin la más mínima vergüenza creó su propia Iglesia, cuya cabeza no podía ser otra que él mismo. Desterró a Catalina para siempre, lejos de allí.
En cuanto pude, me marché de aquel lugar, rezando para que ese infame hombre ardiera en los Infiernos y se pudriera en su tumba. Entonces llegó a mis oídos los rumores que circulaban sobre mi señora, doña Juana, reina de Castilla y Aragón. La llamaban vulgarmente “La Loca”, algo que en mi opinión, estaba totalmente fuera de lugar. Decidí marcharme a Castilla, mi tierra natal. A mi llegada, el rey Felipe, apodado “El Hermoso”, había muerto. Engañaba a la reina con otras mujeres, lo que acabó por <<volverla loca>>.  Antes de morir, Felipe junto con otros nobles, intrigaron contra la reina porque decían que <<su enfermedad>> la incapacitaba para reinar. Entonces la encerraron en Tordesillas, durante más de cuarenta años. Yo estuve a su lado todo ese tiempo, escribiendo todo lo que ocurría de manera imparcial.
Recuerdo que doña Juana tenía que ir vestida siempre de negro y rezar muchas veces al día. Cuando se negaba, encerraban a la reina en su alcoba con sus damas de compañía, su sombra día y noche. Murmuraba siempre el nombre de su amado Felipe al que seguía amando después de todo lo que le hizo.
Su hijo Carlos le había usurpado el trono a los dieciséis años. Vino desde tierras flamencas. Se ganó el odio del pueblo y la rebelión de éste. Un día llegaron a Tordesillas unos campesinos que querían llevarse a la reina con la promesa de volver a ceñir la corona sobre su cabeza. Doña Juana rechazó la empresa, porque ella amaba a todos sus hijos y no haría nada en contra de ellos y mucho menos contra su hijo Carlos. Carlos ganó la rebelión y todo volvió a la normalidad.
La reina me contaba lo que habría sido una vida perfecta de no haber sido por la infidelidad de su marido. Por mi parte yo le contaba mis aventuras pasadas, algo que yo creo que le gustaba escuchar y que hacía de su tormento algo más ameno.
El día de su muerte estaba ella en su lecho y le di la mano sin marcharme ni un momento de su lado. Antes de descansar en paz, me dijo: “Mañana será otro día. Gracias por todo, Alonso”. Y expiró. Esta reina murió loca, pero de amor.

Esta no es mi verdad, es la verdad. Y como ella dijo, con suerte, mañana será otro día.

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