viernes, 6 de junio de 2014

4 ESO Gema Camino Bravo

El chico suspiró y dejó la carta sobre la mesa. La observó detenidamente, tal vez orgulloso, tal vez triste, tal vez pensativo. Era sin duda su mejor obra. La había escrito en forma de poesía, no sabía muy bien por qué. Le gustaba mucho la escritura, pero nunca se había arriesgado a crear un poema. Sonrió, dándose cuenta de lo raro que era. Aunque no era una sonrisa feliz, sino amarga.
Se levantó de la silla, dejándolo todo estrictamente ordenado. Así se lo había enseñado su padre, un militar de alto rango que seguía y hacía seguir las normas al pie de la letra. Se mordió el labio y recordó la cantidad de veces que aquel fornido hombre le había maltratado, ya fuera física o psicológicamente. Pese a que no eran pocas, recordaba con claridad cada una de ellas, como si hubieran ocurrido ayer. Precisamente por la obsesión de su padre con la perfección en todos los aspectos, el chico estaba sometido a una gran presión. Sus notas nunca bajaban del diez, en todas las asignaturas. Y nunca recibió una felicitación por parte de nadie, era lo que se esperaba de él. Quizá demasiada presión para su mente adolescente.
Cerró la puerta de su habitación y comenzó a recorrer el pasillo, mirando fijamente la puerta que se hallaba al final. Se paró, no obstante, frente a la puerta del salón. Su madre se encontraba sentada en el sillón, observando la televisión apagada. Él sintió un pinchazo de tristeza en el corazón. Esa mujer, siempre tan enérgica y divertida, dispuesta a ayudar a cualquiera, ya nunca sonreía, y apenas podía ayudarse a sí misma a sobrevivir.  Se había convertido en una especie de zombi que nunca hablaba ni miraba a nadie, tras la muerte de su segundo hijo. Ni siquiera había llegado a nacer, pero ella le había querido más que a su vida. En la planta superior aún quedaba la que iba a ser la habitación de su bebé. Nadie se atrevió a tocarla desde el trágico suceso. El chico se mordió el labio y continuó avanzando, sin ser capaz de resistir más tiempo mirando aquella sombra de la mujer que un día fue su madre.
Siguió andando. Ya estaba cerca, pero hizo una última parada. La puerta de esta habitación estaba ya abierta. En su interior, una niña de cinco años estaba sentada en el suelo, jugando con sus muñecas. Vestía un precioso vestido rosa, tan diminuto como ella. Era la chica más guapa que había visto, y sabía que jamás podría conocer a una más perfecta. Las lágrimas aparecieron en sus ojos al mirar más arriba, hacia la cabeza de su hermana. Recordaba lo mucho que siempre había querido y cuidado su cabello. Una melena larga, demasiado para su edad, era lo que había tenido. Ahora no quedaba rastro de ella. Piel era lo único que recubría su cráneo. Sin embargo, en su inocencia infantil, era feliz. A pesar de tener un padre que nunca estaba en casa, y una madre que sería mejor que no estuviera, ella era feliz. El chico sintió una punzada de culpabilidad, y se alejó, sabiendo que si seguía pensando en ella, se echaría atrás, como tantas otras veces.
Por fin abrió la puerta, y su decisión flaqueaba por momentos. La cerró, echando el pestillo, no sabía muy bien si para que no entraran, o para no salir él. Se miró unos segundos al espejo, haciendo acopio de valor. Tras contar mentalmente hasta cien, se apartó de la encimera. Echó un vistazo a la bañera. La había llenado hasta arriba porque era demasiado cobarde incluso para sentir dolor. Sintiendo asco hacia sí mismo, se metió en ella. El agua estaba fría, pero eso no le importaba. No hizo siquiera esfuerzo por desvestirse. No le gustaba su cuerpo, y no quería que lo encontraran desnudo. Cogió la cuchilla, y todo pareció transcurrir a cámara lenta, aunque supo que sólo duró unos segundos. Respirando profundamente, deslizó el filo sobre su piel, una única vez, aunque supo al instante que con eso bastaría. La dejó caer al suelo, sin preocuparse por el orden ya, mientras su sangre comenzaba a discurrir por su brazo. Y al igual que aquel líquido, los pensamientos fluyeron por su cabeza, aunque al contrario que éste, haciéndose cada vez más débiles. El último pensamiento que tuvo, curiosamente, fue la misma frase que ocupaba las últimas líneas de su nota de suicidio: “Mañana será otro día,/ pero yo ya no estaré aquí”.


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