LA ESCRITURA DEL DETALLE
Es
increíble exclamé. Aquel viejo maestro sentado en su silla de madera pulida
hacía fácil lo que me parecía imposible. Tenía el arte de ver lo que habían
hecho las personas que escribían una simple carta, un simple texto. Poco a poco
fui aprendiendo y a mí también me llegó a resultar sencillo. Todo era normal
aquel día, salvo por lo que descubrí en una carta, era algo peligroso, pero era
joven, por lo que, cometí un error, investigar sobre lo que había visto, un
asesinato. Al día siguiente me levanté y me precipité a las calles de Londres
carta en mano, quería saber quién la había enviado, porque lo más probable, era
que quien lo había enviado, lo había escrito, y, por tanto, sería mi asesino.
Cuando llegué a correos, no me pudieron decir nada, pero me dijeron que el
sello de la carta era característico, que solo se vendía en un lugar, la Vieja Tienda
de Antigüedades. Cuando el dependiente lo vio, me dijo que se lo había vendido
a un señor viejo, de pelo blanco y barba larga, pero no sabía más. Al principio
no me ayudó esa información pero me di cuenta que me servía para descartar
sospechosos: los niños, hombres y mujeres jóvenes no podían ser. Tampoco los
ancianos del asilo porque no les dejaban salir.
También
descarté a los ancianos con familia, porque no tenían nada contra nadie, ya que
eran felices. Así me quedaron los ancianos solitarios de pelo blanco y barba
larga. Por ello, fui por los callejones de Londres, buscando con la mirada a un
hombre que reuniera todas las características del asesino, pero no lo encontré.
Al
día siguiente fui al depósito de cadáveres y pregunté por los fallecidos en las
últimas 48 horas. Por suerte solo había tres, por lo que volví a sacar la carta
para ver quién podría ser.
Había
una niña, un hombre y una mujer. Cuando estaba escudriñando la carta los
médicos trajeron otro muerto, en este caso, otro hombre. Entonces lo vi claro,
el asesino había vuelto a matar. Estudié el pasado de los dos hombres y
descubrí que tenían algo en común, los dos habían ido a la guerra, por lo que
deduje que el asesino había ido a la guerra o, y lo más probable, que perdiera
un ser querido en ella. Esto fue un gran paso, porque los dos fallecidos habían
ido a la misma guerra, así que solo tenía que mirar quién murió en la guerra y contrastar los apellidos
con los ancianos de Londres. Empecé a hacerlo, y vi a un anciano que me sonaba mucho
su apellido, ¡era mi maestro!, pero eso no era lo peor, lo peor era que solo él
había perdido a un hijo en la misma guerra. No me lo podía creer, pero si mi
mentor era un asesino, quería saberlo, por lo que fui al taller, para hablar
con ese viejo solitario de pelo blanco y barba larga. Pero cuando llegué, era
demasiado tarde, se había suicidado y me había dejado una carta sobre la mesa:
“Lo siento, como tú ya sabrás, soy un asesino, pero me daba rabia que otros que
no se lo merecieran siguieran vivos y mi hijo no, por lo que, hice lo que para
mí era justicia”.
No
había duda, era el asesino, era la misma letra que la carta inicial. Esas
palabras fueron un mazazo para mí, había
estado con un asesino desde pequeño. Pero decidí afrontar esto como una señal
para ser detective de homicidios, así que, miré al frente y pensé: “mañana será
otro día”.
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