La última superviviente
Madrugada del 17 de julio de 1917, Ekaterimburgo,
Rusia.
El cañón del arma apuntaba directamente hacia mi
pecho. La realidad de que íbamos a ser ejecutados me golpeó como un puñetazo
físico, tangible. Parte de mi vida pasó ante mis ojos: aquel horrible invierno
en el que perdimos a mi madre. Mi llegada y la de mi padre a San Petesburgo. La
primera vez que vi a Alexis. EL primer paseo a caballo con Olga. Los paseos con
Nicolás. Los consejos de Alejandra. Los juegos de mesa con María y Tatiana.
Anastasia, mi mejor amiga.
Desde el primer momento, la familia Romanov había
sido amable con nosotros y nos había aceptado a mi padre y a mí (él era el
médico de la familia real). Habíamos pasado por momentos felices y tristes.
Sonrisas y lágrimas. Nos quedaba toda la vida por delante y allí estábamos,
colocados como si nos fueran a hacer una foto, preparados para el fusilamiento.
Yo no era capaz de escuchar el discurso que estaba
pronunciando el bolchevique, sólo escuchaba un continuado pitido. Me temblaba
el cuerpo y estaba segura de haber palidecido, pues tenía miedo. Mucho miedo.
Miré a Anastasia y ella también dirigió su mirada
hacia mí. A pesar de tener diecisiete años (dos más que yo) su rostro reflejaba
auténtico terror y las lágrimas asomaban por sus ojos y se deslizaban por sus mejillas. Tomé su
mano y la estreché con firmeza como diciendo: <<Todo va a ir
bien>>, aunque todos sabíamos que no iba a ser así. Mi padre me tocó el
hombro con afecto y me dedicó una sonrisa paternal al tiempo que gesticulaba un
<<Te quiero>> casi me eché a llorar, pero en vez de eso, le
respondí : <<Yo también>>.
Los pitidos de mis oídos cesaron y Anastasia se
tensó a mi lado. En menos de lo que dura un latido, los bolcheviques comenzaron
a dispararnos. El primero en caer fue el zárevich
Alexis, que enseguida moriría desangrado a causa de la hemofilia. Después
mataron al zar. Acto seguido, sentí un impacto en el pecho, a la vez que
Anastasia caía y me arrastraba con su peso. Aterricé en el duro suelo, y el
pánico y la confusión se apoderaron de mí. La mano de Anastasia estaba inmóvil
y me estremecí cuando sentí un líquido cálido que bajaba por su mano y se
deslizaba entre mis dedos, aún entrelazados entre los suyos.
Sólo se oían gritos y disparos. Intenté relajarme y
empecé a contar los disparos hasta que cesaron. Ciento tres. Eso sólo sirvió
para ponerme más nerviosa todavía.
Cerré los ojos. Ahora únicamente se oían los pasos
de los soldados arrastrando los cadáveres. Unas repentinas ganas de llorar
intentaban apoderarse de mi autocontrol, pero hice acopio de fuerzas de
flaqueza y me serené. Mi cerebro trabajaba ahora a toda velocidad, pragmático y
calculador. Había una sola posibilidad de sobrevivir y era hacerles creer que
estaba muerta. Ya habría tiempo de derrumbarse.
Nos arrastraron por el suelo hasta un camión. Nos
amontonaron como si fuéramos sacos de harina. Calculé el tiempo que habíamos
tardado desde arrancar hasta aquel momento. Diez minutos, lo suficiente como
para estar bien lejos de “La mansión del propósito especial”.
Hice acopio de todo mi valor y, sin pensármelo dos
veces, salté del camión en marcha, aterrizando sobre un montículo de nieve.
Eché a correr, sin mirar atrás, tan deprisa como mis piernas me lo permitían.
Si no recordaba mal, a no mucha distancia de allí había una aldea.
Hacía mucho frío y apenas sentía mis extremidades.
¿Por qué no estaba muerta? Esa pregunta asaltó mi cabeza de improviso. Sentí
que el cuerpo me pesaba más de lo normal. Entonces caí en la cuenta: las joyas.
La zarina y sus hijas habían introducido todas sus joyas entre los dos corsés
que yo llevaba, por si yo lograba escapar, para sobornar a los guardias y
conseguir ayuda. Por eso las balas no me habían herido. Por eso estaba viva. Si
lo hubiésemos sabido... Pudimos habernos salvado todos.
Había llegado ya a la aldea y localicé una posada,
en la que entré. Sin decir nada, saqué de mi corsé un anillo de oro con
diamantes incrustados de Tatiana y lo deposité sobre la mesa. El posadero se
quedó boquiabierto, pero sin mediar palabra, me hizo entrega de la llave de una
habitación.
A la mañana siguiente me dirigí hacia la estación de
trenes y me acerqué a la taquilla.
–Un billete para París, por favor. –Le pedí al
hombre. Allí estaría a salvo.
– ¿Y el visado de salida? –Me espetó de mal humor.
–No tengo.
–Pues no hay billete sin visado de salida. –Se
inclinó, gritándome a la cara.
Saqué un collar de zafiros de Olga de entre los
corsés y se lo entregué. Le señalé el billete que tenía encima de la mesa. Me
miró muy sorprendido y antes se que pudiera preguntar algo más, cogí el billete
y me marché.
El viaje en tren fue un trayecto largo y duro,
debido a la guerra. Tuve que ocultar mi edad, para que no me llevaran a un
orfanato.
Cuando al fin llegué a París, me dirigí al único
lugar en el que estaría a salvo: en el palacete de la emperatriz viuda, la
madre del zar Nicolás. Al principio no quisieron recibirme, pero en cuanto ella
me vio, salió corriendo de la casa y gritó:
–¡Lyubov!
–(Significa “cariño” en ruso) y nos fundimos en un emotivo abrazo.
Aquella noche lloré, como nunca lo había hecho, pues
lo había perdido todo.
Mañana del 13 de julio de 1979, San Petesburgo,
Rusia.
Mi nieta y yo caminábamos por el interior del
palacio de invierno, mi hogar. Ahora era un museo. Estaba todo igual. Sin
embargo, mis achaques me impedían salir corriendo y besar y abrazarlo todo,
como una chiquilla.
Marie Claire, mi nieta, se quedó pasmada, admirando
un retrato de toda la familia real en el que aparecíamos también mi padre y yo,
a mis quince años. Ella y yo, éramos exactamente iguales: tez blanquecina, ojos
grises como el humo de las fábricas, cabello rubio pálido...
No pude contenerme, y varias veces tuve que corregir
al guía, un jovencito de veintitantos años. Le molestaban bastante mis
aclaraciones y me preguntó:
–¿Usted quién se ha creído que es? –Irritado, colocó
sus brazos en jarras.
Alcé la barbilla y con el orgullo de la aristócrata
que en realidad era, le contesté:
–Jovencito, yo soy Irina Sphalkiöv, hija del doctor
Sphalkiöv. Vámonos Marie Claire.
Sin esperar respuesta, ni girarme a comprobar el
asombro de los allí presentes, mi nieta y yo nos marchamos.
En el avión, la chica me pidió explicaciones y yo se
las di. Se quedó completamente anonadada.
Al llegar a París, enfermé y le regalé a mi nieta el
camafeo de los Romanov. Le pedí que les contara a todos mi historia y todo lo
que pasó.
Cerré los ojos con fuerza. Los volví a abrir y me
hallaba ante una puerta roja. La abrí y me encontré en el salón de baile del
palacio de invierno. Allí estaban todos los Romanov, sonriéndome y esperándome
para bailar. Estaba en el cielo. Al fin.