UN DÍA EN LA VIDA
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¡Ring! – sonó la alarma. Hacía meses, tal vez
años, que no recibía un encargo de nadie, pero al pobre detective privado
Miguel Rot le gustaba madrugar para creer (o intentarlo al menos) que iba a
tener trabajo. Aunque fuera de los aburridos, de los de señora mayor que pierde
su gato y no se le ocurre otra cosa que telefonear a un detective privado para
que buscara al pobre bicho. No era pedir demasiado. No estaba exigiendo un
encargo de encontrar al asesino de un multimillonario…
Su estómago, cabreado, le recordaba día
tras día que también estaba falto de actividad: con la falta de ingresos no
abundaba demasiado el alimento. Para colmo, en los peores momentos imágenes de
corderos asados o chuletones de buey iban y venían por su cabeza.
Pero sucedió que el día siguiente iba a ser
el día. Como era habitual, a las ocho y media de la mañana sonó el despertador,
y a eso de las doce lo hizo el teléfono.
A esa misma hora, en el otro lado de la
ciudad, sonaba otro teléfono: El del asesino a sueldo Abraham López. En pocos
minutos estaba resuelta la cuestión: Acabar con la vida de Roberto Sánchez,
profesor de universidad. Abraham sonrió: matar profesores era su encargo
favorito. Y además el tal Roberto no era un tipo cualquiera: al parecer, el año
anterior había ganado la lotería, y desde entonces se había vuelto
insoportable. En vez de dejar de trabajar para disfrutar de su fortuna, decidió
seguir dando clases para poder seguir suspendiendo. Adoraba poner exámenes
imposibles y observar las caras de sus víctimas. Sí, era un cabrón. Uno de
tantos. Pero esa vez él era el elegido. Abraham calculó por la voz que el
trabajito lo ordenaba alguien joven. Una de sus víctimas. Esa misma tarde
recibió la suma de dinero del que resultó ser un estudiante: 1250 euros, tarifa
habitual. Había ganas de acabar cuanto antes, al parecer. Acordaron que para la
tarde del día siguiente ya estaría hecho.
Mientras todo eso sucedía, Miguel Rot
también contestó a su llamada. Roberto Sánchez, viejo amigo suyo, le invitaba a
tomar una copa. “Mañana por la tarde”, acordaron.
La mañana siguiente siguió su curso normal.
Abraham López ya había averiguado la dirección del profesor, justo enfrente de
unos grandes almacenes. Miguel seguía sin recibir ningún encargo. Roberto
suspendió a veinte personas de treinta y dos.
La tarde llegó, y Abraham llevó a cabo el
procedimiento habitual cuando el objetivo estaba enfrente de un centro
comercial: Se disfrazó de señor de la limpieza y se dirigió a los baños del
lugar. Colgó un cartel de “limpiando” en la puerta para que nadie interrumpiera
la faena. A continuación, y con ayuda de un soplete y otras herramientas, hizo
un agujero en la pared y montó en seguida su fusil de precisión. Siete y media
de la tarde. Tuvo que esperar casi una hora hasta que por fin vio aparecer al
profesor con otro hombre. Joder, ¡era idéntico! Esperó. Estaba nervioso. Su
corazón hacía mucho ruido. Respiró hondo un par de veces y volvió a centrarse
en su objetivo. Nueve menos cuarto de la noche. Casi una hora y media de
espera. Muy nervioso, casi temblaba. Apuntó hacia el objetivo. Los dos hombres
estaban juntos, y uno de ellos le enseñaba al otro algo. Papeles, parecían. Ya
no pudo más. Disparó. Y falló. Un segundo disparo, que dio logró acabar con la
vida de un hombre. Comprobó con horror que se había equivocado de hombre. Al
borde de la histeria e incapaz de controlar la situación, se apuntó a sí mismo
y disparó. Mañana será otro día.
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